se venden muchas estampitas. La gente no quiere leer libros, quiere tenerlos en el librero y leer de vez en cuando una revista mientras caga; quiere tener una taza con una frase chistosa o un aforismo o un verso de Paz; quiere vagar por la feria de libros (como lo haría por el outlet o por la galería) buscando una oferta cuatroporuno irresistible mientras avanza la tarde. Bien por las estampas, bien por los libreros, bien por las revistas, bien por el café.
Quizás habrá que aprender de las posiblidades comunicativas del Facebook o del Twiter; quizá tengamos que fusionar la casa editorial con la compañía telefónica para que nos lleguen microcuentos o haikús directo al celular; quizá situar la literatura fuera de su tieso mundo editorial y estamparla en las calles, en playeras, en canciones, en servilletas; quizá imprimir en papel higiénico: léase y límpiese.
O quizá me equivoco, yo cómo voy a saber lo que la gente espera de la literatura. Pero sí sé que la estrategia del wey del estand junto al mío, leyendo sus poemas con altavoz y vendiendo sus fotocopias, no me convence.
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