Tenía una catarina sobre el hombro, la observé varios minutos y al poco rato voló. Eso fue hace muchos años, por lo menos quince, y lo recordaba ayer por la noche mientras tenía sobre los muslos un gato acurrucado que con su ronroneo me traía a la mente, antes que la catarina, la mano de una niña que en la escuela primaria tomaba la mía trémula, traviesa y discretamente.
Pero el gato se fue como se van los gatos cuando quieren y me dejó con los ojos llorosos no de tristeza sino de alergia leve, casi imperceptible y sin embargo presente como el olor picante del aire acondicionado; recordándome entonces el deshielo de la mano de aquella niña que en cuarto de primaria tocó a la puerta de mi infancia. Las imágenes mentales se encimaban una sobre otra y sólo se borraron con el sonido emitido por el auricular del teléfono al devolverlo a la base. Todo se borra.
Seamos más claros ahora que estamos sobrios: ella tiene cinco años menos que yo y mucho más fe en las cosas. Tiene también un gato y un teléfono en su departamento; un refrigerador, una cama y una predilección por caminar descalza. Sobra decir que posee más cosas pero resultan irrelevantes por ahora.
Diría que anoche tomamos lo suficiente, pero cuando yo bebo lo suficiente la gente dice que es mucho. Estábamos, digámoslo así, borrachos los dos en su departamento como cualquier jueves por la noche. Habíamos logrado escabullirnos del Mixup con un par de discos robados y para celebrarlo pedimos pizza. Cuando sonaba “Violin Green” de Apple Juice Kid, comencé a limpiar un poco de hierba sobre la cama y ella se levantó para sacar del refrigerador un par de montejos.
Antes de que volviera a la cama sonó el teléfono y, como es de suponerse, contestó de mala gana. Mientras ella hablaba y en el estereo comenzaba a sonar “Masco”, tuve que hacer maniobras con el guato porque el gato saltó sobre mí. Yo sabía que del otro lado de la línea alguno de sus ---- le reclamaba a gritos porque ----. La llamada la estaba lastimando.
Tardó mucho al teléfono así que encendí el porro. Fue entonces que pasó lo del gato y la catarina y la mano escurridiza. Todo se borra pero deja una estela, una turbulencia. Con el click del colgar telefónico volví y la vi ahí, parada al centro de la nada, pálida y semidesnuda. Cuando le corrí el porro fue que flaqueó y empezó su llanto, su moqueo, su tartamudeo y mi silencio. La trompeta de Miles no ayudó más: el disco había terminado.
Es momento de dejar de ser claros, ahora empiezo a dejar de sentirme sobrio y no sé, pero ojalá nunca le hubiera conocido esa expresión desconsolada. Mocos y comisuras enrojecidas. La cosa es que ni siquiera traté de entender lo que ella balbuceaba porque supe de inmediato que no quería verla más. Tomé mi ropa y lo quedaba de droga; la besé tiernamente y luego, de un tirón, la aventé en la cama; me vestí sentado en una orilla sin decir palabra; antes de salir del departamento alcancé a decirle que el disco era un regalo; y cuando me crucé con el pizzerito en la entrada del edifico no pude más que dibujar una sonrisa: ella no tenía ni un peso.
Pero el gato se fue como se van los gatos cuando quieren y me dejó con los ojos llorosos no de tristeza sino de alergia leve, casi imperceptible y sin embargo presente como el olor picante del aire acondicionado; recordándome entonces el deshielo de la mano de aquella niña que en cuarto de primaria tocó a la puerta de mi infancia. Las imágenes mentales se encimaban una sobre otra y sólo se borraron con el sonido emitido por el auricular del teléfono al devolverlo a la base. Todo se borra.
Seamos más claros ahora que estamos sobrios: ella tiene cinco años menos que yo y mucho más fe en las cosas. Tiene también un gato y un teléfono en su departamento; un refrigerador, una cama y una predilección por caminar descalza. Sobra decir que posee más cosas pero resultan irrelevantes por ahora.
Diría que anoche tomamos lo suficiente, pero cuando yo bebo lo suficiente la gente dice que es mucho. Estábamos, digámoslo así, borrachos los dos en su departamento como cualquier jueves por la noche. Habíamos logrado escabullirnos del Mixup con un par de discos robados y para celebrarlo pedimos pizza. Cuando sonaba “Violin Green” de Apple Juice Kid, comencé a limpiar un poco de hierba sobre la cama y ella se levantó para sacar del refrigerador un par de montejos.
Antes de que volviera a la cama sonó el teléfono y, como es de suponerse, contestó de mala gana. Mientras ella hablaba y en el estereo comenzaba a sonar “Masco”, tuve que hacer maniobras con el guato porque el gato saltó sobre mí. Yo sabía que del otro lado de la línea alguno de sus ---- le reclamaba a gritos porque ----. La llamada la estaba lastimando.
Tardó mucho al teléfono así que encendí el porro. Fue entonces que pasó lo del gato y la catarina y la mano escurridiza. Todo se borra pero deja una estela, una turbulencia. Con el click del colgar telefónico volví y la vi ahí, parada al centro de la nada, pálida y semidesnuda. Cuando le corrí el porro fue que flaqueó y empezó su llanto, su moqueo, su tartamudeo y mi silencio. La trompeta de Miles no ayudó más: el disco había terminado.
Es momento de dejar de ser claros, ahora empiezo a dejar de sentirme sobrio y no sé, pero ojalá nunca le hubiera conocido esa expresión desconsolada. Mocos y comisuras enrojecidas. La cosa es que ni siquiera traté de entender lo que ella balbuceaba porque supe de inmediato que no quería verla más. Tomé mi ropa y lo quedaba de droga; la besé tiernamente y luego, de un tirón, la aventé en la cama; me vestí sentado en una orilla sin decir palabra; antes de salir del departamento alcancé a decirle que el disco era un regalo; y cuando me crucé con el pizzerito en la entrada del edifico no pude más que dibujar una sonrisa: ella no tenía ni un peso.