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Realmente mi desordenado y excesivo apetito musical tiene su origen en la envidia, porque no soportaba que algunos amigos tuvieran más discos que yo. Me convencí por vanidad cuando las chicas me miraban aleladas ante mi gran discoteca. Pero empecé a disfrutarlo en la soledad y a obsesionarme. Cambié los cedés por un disco duro primero, un iPod después, todas las mañanas sincronizaba las descargas de la noche y el reproductor comenzó a engordar y yo también porque dejé de salir a la calle para bajar más canciones. Desde que no me cierran los pantalones visto con bata de baño y como nadie me visita todo me da igual, he perdido el criterio (salto de Los Utrera a Alizé). Han dejado de saciarme las playlist por género, ahora uso el shuffle: “Al cabo —me digo— todo va a revolverse en mi cabeza”. Comienza sonando una guitarra y yo salivo pero como el disco duro ha excedido su límite se traba la canción, me cuesta trabajo respirar si no se reanuda pronto con la batería o la soprano o el synthe y cuando de plano el iPod se pasma aprovecho para digerir mientras lo veo: pantalla sudada, a reventar, obeso.
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Obeso como era, igual conquistaba a las mujeres. Y en verdad lo merecía: para conquistar a una víctima la cortejaba tanto que, eventualmente, ella accedía a cualquier petición. Pero él entonces se conducía lento y formal pues lo que más saboreaba eran los dedos de novia en las lunas de miel.
Esta serie de microcuentos que escribí salió publicada hace unos días en el número de diciembre de la revista Picnic.
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